El Primer Comando de la Capital (PCC) sigue haciendo lo que quiere, cuando quiere; dejando al descubierto, a su vez, a autoridades y servidores públicos corruptos, ineficientes, y sin formación, pero especialmente, a los altos funcionarios y a la cabeza del Ministerio de Justicia, que se pasan facebookeando requisas de cuchillos, estoques, toquitos de marihuana y crack, pero toleran que algunos presos gobiernen espacios claves de las cárceles, tengan las llaves de sus pabellones, que usen teléfonos e internet para gestionar y concretar sus “negocios”, en cómodas celdas vip, con aire acondicionado y televisión a cable. Mientras, la mayoría de la población penitenciaria suda sin parar bajo los techos de zinc de los pabellones, con escasa ventilación y dificultades de acceso a agua potable, en las tardes calurosas de enero, cuando en la sombra la temperatura llega a los 42 grados. En Emboscada, el sábado 18 de enero de 2019, a las 14:00, el termómetro de mi auto marcaba 39 grados.
De este modo, desde que el PCC puso marcha su “Proyecto Paraguay”, allá por 2010, en poco tiempo, pasó a estar presente en cada una de las penitenciarías del país, con miembros en Pedro Juan Caballero, frontera noroeste con Brasil, pero también en Pilar, a unos 700 kms al sur de esa capital departamental, en el límite con Argentina.
A pesar de las múltiples señales y advertencias sobre el crecimiento del PCC en territorio paraguayo en los últimos años, las autoridades que se sucedieron en la gestión de la política penitenciaria y de seguridad no logran ir más allá de improvisados discursos y medidas de emergencia reactivas, en las que no creen ni quienes deben implementarla, que no afectan en lo más mínimo a la compleja ingeniería organizacional del PCC, que decidió sacar a más de 70 de sus miembros de la penitenciaría de la Pedro Juan Caballero, en una de las más grandes fugas en la historia nacional, en medio de una emergencia penitenciaria y militarizados los perímetros carcelarios.
Pero antes, en junio de 2016, paralizó la capital del Amambay para emboscar y matar a Rafaat, en día y hora laborales, en el centro de la ciudad; diez meses después, en abril de 2017, explotó las bóvedas de Prosegur e inmovilizó Ciudad del Este, el segundo centro financiero del país, llevándose más de 5 millones de dólares, ante la mirada de los efectivos policiales, conscientes de su inferioridad táctica. Siguió con robo a bancos, cajeros, transportadores de caudales, y por supuesto, el cultivo y envío de marihuana, cocaína y armas al Brasil. En junio de 2019, asesinó a diez miembros de un grupo rival en la cárcel de San Pedro, cinco de los cuales fueron decapitados. En julio volvió a explotar la bóveda de un banco, tras haber rodeado la comisaría y despejado el centro del pueblo, en Liberación; y en septiembre, tres de sus miembros tomaron de rehén al jefe de seguridad del centro penitenciario de Encarnación, se fugaron y luego regresaron al presidio. En agosto, los que estaban en Tacumbú impidieron que una comitiva fiscal ingrese a su pabellón, negándose a entregar la llave. El entonces director justificó la medida alegando que de haber avisado habrían previsto un corta hierros. Además, dispone de la vida de sus adversarios y se desplaza fácilmente de una penitenciaria a otra, conforme sus planes.
Y sin embargo, la administración penitenciaria ni siquiera ha sido capaz de impedir el ingreso de teléfonos celulares, ni satisfacer las urgentes necesidades de comida, agua, ropa, ventilación, recreación, ni garantizar el acceso a educación, ni trabajo de los presos, permitiendo sistemáticas violaciones de sus derechos fundamentales, y el abuso constante del personal penitenciario, creando el escenario ideal para que grupos como el PCC sean una opción de seguridad y bienestar dentro del precario e inhumano régimen penitenciario paraguayo.
Esta precariedad es conocida en el sistema de justicia y en la administración penitenciaria, y está tan naturalizada y ficcionalizada que todos los días, “los jueces de República”, remiten internos e internas, condenados o prevenidos, para que aguarden sus juicios, o “para que se resocialicen”, con lo que la población penitenciaria no para de crecer, ni el poder del crimen organizado, manejado desde la cárcel.
Es difícil menguar el poder del PCC mientras siga la hipocresía de la política penitenciaria y se relativicen los mandatos constitucionales de presunción de inocencia, y excepcionalidad de la prisión preventiva; sin que se garantice un tratamiento penitenciario capaz de reconstruir proyectos de vida, que dé opciones en la economía lícita y formal. De lo contrario, en breve sentiremos al PCC, u otros grupos similares, en más ciudades y otros aspectos de nuestras vidas. Desde hace 27 años que está en el negocio del crimen y nunca paró de crecer, extendiéndose a todos los estados brasileños y los países limítrofes, movilizando unos 30 mil miembros, y más de dos millones de colaboradores. Más que nunca, la política penitenciaria y de seguridad deben estar basadas en evidencia empírica y ser respetuosas de los principios constitucionales.
Guajayvi, departamento de San Pedro, 20 de enero de 2020
Juan A. Martens[1]
Universidad Nacional de Pilar
INECIP-Paraguay
j.martemo@gmail.com
[1] Doctor por la Universidad de Barcelona. Máster en Criminología, Política Criminal y Seguridad-Universidad de Barcelona. Investigador de la Facultad de Ciencias, Tecnologías y Artes (FCTA-UNP). Investigador categorizado, Nivel I, PRONII-CONACYT. Director Ejecutivo del INECIP-Paraguay.