La historia nos cuenta que un día como hoy del año 1914, llegaba al mundo un niño que bautizaron como Carlos Miguel Jiménez. Su madre era educadora y se llamaba Felisa Jiménez, del padre hay pocos datos, pero ciertos biógrafos cuentan que era un ciudadano de origen alemán llamando Carlos Federico Brackebusch.
De su madre recibió su primera formación y su afición por la lectura, se sumergía en la lectura de los clásicos por horas. Rodeado de una exuberante geografía, fue moldeando los matices de una rica personalidad que destacaría ya en plena juventud por su brillante oratoria y su encendida pluma.
En su niñez, junto a su madre se traslada a la capital, la pequeña y arenosa ciudad no ofrecía mayores perspectivas, por lo tanto, Asunción seria la nueva cuna del bardo. En la capital se destacó por la gran habilidad en el mundo de las letras, materias como castellano, gramática, oratoria, encontraban en el joven Pilarense como su máximo exponente. El respetado maestro Delfín Chamorro lo tuvo como su discípulo más adelantado, a tal punto que lo reemplazaba como asistente de cátedra cuando este no podía.
A los 16 años fue elegido Presidente del Colegio Nacional de la Capital. La silenciosa invasión boliviana en el Chaco paraguayo era eje central de los debates y tertulias. Aunque era un pregonero de la paz y la convivencia armónica de los pueblos, en todas sus intervenciones clamaba por una respuesta diplomática y militar al Estado acorde a la gravedad del conflicto que se avecinaba
Los jóvenes comunistas eran sus habituales adversarios en la confrontación dialéctica, ya que estos tenían una postura y lectura diferente del problema chaqueño.
Por sus ideas políticas traducidas ya en movilizaciones fue apresado y confinado a la isla Margarita en el Chaco paraguayo. Allí fundo una pequeña escuela donde enseño a leer a muchos internos. En un descuido se escapó y en sucesivas etapas llegó hasta Pilar, de donde sigilosamente escapó y se radicó en Resistencia Chaco, donde se destacó como profesor del Instituto Pittsman.
Allí conoció al conjunto Veteranos de Guerra de los hermanos Larramendia, a quienes se unió como glosista y viajo con ellos a Buenos Aires.
Alquilaron una casa en la boca y allí el poeta Pilarense puso letra a lo que sería su primera obra, Nanawa de Julián Alarcón.
En la capital argentina vivían la flor y nata de la cultura paraguaya, Flores, Pérez Cardozo, Barboza, Roa Bastos, Abente, y otros tantos.
Colaboró con todos los músicos, especialmente con Agustín Barboza y Emilio Bobadilla Cáceres con quienes creo sus mejores canciones, Flor de Pilar, Golondrina fugitiva, Ángel de la Sierra, Alma Vibrante, Mi Patria Soñada, Alondra Feliz, entre otras.
En el parnaso paraguayo se destaca su prolífica obra por su depurada técnica, su castellano castizo, la pureza prístina de su palabra hecha versos y prosas.
Junto a Ortiz Guerrero y Emiliano R Fernández es considerado la cumbre de la poesía paraguaya.